... y como dijera Borges: a por la sombra de haber sido un desdichado

extínguete...

entre gritos de silencio, pero extínguete...

a ti te dedico el alfa y el omega de todas mis golgotas nocturnas...


He de sobrevivir a todo, aunque el hecho de morir en tus labios silentes, en tu mirada que no mira, en tu alma que no ama... me atrae más, quizá más que toda esta soledad. No importa: la arrogancia revertirá...

Un gran no

miércoles, 2 de marzo de 2022

 Vivir es decir un gran no. Negar cualquier acceso o cerrar cualquier puerta, no admitir la posibilidad de. Volverlo imposible todo, con la vida, con sus lágrimas, sus sentimientos invasivos, las penas que no se acallan y que surgen de las ternuras más profundas del alma, que se tejen en el vacío, por una mañana. El acontecimiento, desacontecimiento también, de pronto, de estar en medio de algo que acaba de terminar, que excede el espacio de tu cuerpo y cuyo deseo empieza en la negatividad más absoluta. El no-acceso y las ansias más absolutas de estar vivo de nuevo, del hecho de saber que lo estás, pero que esa vida no es más que una ineludible tristeza que embadurna todo del sabor de lo imposible, de lo denegativo, del absoluto no al mundo, a la vida, al placer y a la mentira.

Aquella 'inteligencia'

domingo, 9 de enero de 2022

 Cuando la inteligencia se basa solo en alcanzar sus fines, de la manera más lineal y abreviada posible, su desarrollo es tan burdo y vulgar, que podría ser intercambiada simplemente por el término 'estupidez'.

Lispector

Admirar, entre interrupciones innecesarias, la escritura de G. H., una escritura en sentido estricto, más allá de contener un mero mensaje o de transmitir algo en esencia comunicable, es también una condición misma de toda vida y de todo aparecer. Esta dimensión, G. H. la abre con una alegría titilante, totalmente indiferenciada con la desesperación y con toda locura, a través de una serie de textos que exploran sin césar las múltiples vertientes de la vida de quién fracasa: la desorganización, lo neutro, los vaivenes pasionales propios del idear la propia vida, los propios deseos que le rodean y las imágenes, símbolos y asociaciones que la hacen estallar. La cucaracha, un resbalín dramático hacia las más profundas y superficiales vivencias interiores que una persona puede experimentar. La exploración de esta escritura procede por excesos y no se detiene: abre según contrariedades evidentes, el flujo del sentimiento y de la consciencia de una persona, ante algo que cotidiano, también es inesperado e inquietante. Sea esto la cucaracha, o sea un fracaso amoroso que se veía venir, la letra marca en su paso aberrante cada recoveco de este estado de simultaneidad, entre lo externo y lo interno, sin jamás poder agotar ninguna variación. Sin saturar las dimensiones contrarias propias de aun estar viviendo. Una cierta autoinmunidad, que produce la vida, es el detonador de una marcha absoluta, aunque no lineal, pero sí intensiva, de acceder a los secretos últimos (¿o quizás primeros?) de la sensibilidad humana. Acaso lo neutro, a ojos de G. H. no sea más que la suma de estos excesos que, contenidos entre sí, mantienen toda subjetividad inquieta atrapada en un absoluto de inmovilidad. Inmovilidad de la muerte, o del impacto silente de una vivencia en el interior de la casa, sin exterioridad alguna, más allá del balcón. El infierno se asoma allí en la casa, como una figuración propia del exceso de la vida. Exceso germinal-vegetal, que aparece en el transcurso de la vida de una cucaracha (¿Acaso no es la cucaracha el animal literario por excelencia?) en medio de un espacio a todas luces familiar, en una calma solitaria, la pasión se abre paso allí de modo inexorable, sin ninguna mediación, a través de la crueldad más natural y primigenia: dar muerte, ver morir, comer. De la consciencia a la vida o de la vida a la consciencia, es algo que no puede ser diferenciado cuando el espacio... ¿cuando el espacio qué? El espacio, en cualquier acepción del término, es un protagonista en esta obra, ya sea en la forma de la habitación, en la forma del recorrido, los lineamientos y las curvas propias de la expresión lispectoriana. Este espacio, expresivo, objetivo, intensivo, esta extensión que desencadena la pasión, que la mantiene en su vibración, que la opera en su transgresor avance: a cada lamento una sonrisa, a cada amor una insensibilidad, a cada intensidad lo neutro, a cada paso, finalmente, una contrariedad que no hace sino, afirmar esa carencia de nombre de quien escribe, la posibilidad de ser cualquiera que llamen 'yo', la cadencia propia de la caída y la elevación, el heroismo y el fracaso, indisociablemente entrelazados, co-producidos.

Es preciso decir

miércoles, 8 de diciembre de 2021

 Pero hay algo que es preciso decir, es preciso decir.

-Voy a decirte lo que nunca te dije antes, quizá sea eso lo que se echa en falta: haber dicho. Si no lo dije, no fue por avaricia de decir, ni por mi mutismo de cucaracha que tiene más ojos que boca. Si no lo dije es  porque no sabía que sabía; pero ahora sí. Voy a decirte que te amo. Sé que te dije eso antes, y que también era verdad cuando te lo dije, pero es que solo ahora estoy realmente diciéndolo. Necesito decir antes de que yo... Oh ¡pero es la cucaracha quien va a morir, no yo! No preciso esta carta de condenado en una celda....

-No, no quiero asustarte con mi amor. Si te asustases conmigo, me asustaría contigo. No temas el dolor. Tengo ahora tanta certeza como la certeza de que en aquella habitación yo estaba viva y la cucaracha estaba viva: tengo la certeza de esto: de que todo sucede por encima o por debajo del dolor. El dolor no es el nombre verdadero de eso que la gente denomina dolor. Escucha: estoy segura de ello. 

Pues, ahora que había dejado de debatirme, sabía tranquilamente que aquello era una cucaracha, que dolor no era dolor. 

Ah, si hubiese sabido lo que iba a ocurrir en la habitación, habría llevado más cigarrillos: me consumía de ganas de fumar. 

-Ah, si pudiese transmitirte el recuerdo, solo ahora vivo, de lo que nosotros dos ya hemos vivido sin saberlo. ¿Quieres recordar conmigo? Oh, sé que es difícil: mas varamos hacia nosotros. En vez de superarnos. No tengas miedo ahora, estás a salvo porque al menos ya ha sucedido, a no ser que veas peligro en saber qué sucedió. 

Es que, cuando nos amábamos, yo no sabía que el amor acontecía mucho más exactamente cuando no existía lo que llamábamos amor. Lo neutro del amor, era eso lo que nosotros vivíamos y despreciábamos.

Estoy hablando de cuando nada acontecía, y a ese no acontecer lo llamábamos intervalo. Pero ¿cómo era ese intervalo?

Era la enorme flor abriéndose, toda hinchada de sí misma, mi visión toda grande y trémula. Lo que miraba se coagulaba luego en mi mirar y se volvía mío, mas no un cuágulo permanente: si lo apretaba entre mis manos, como un poco de sangre coagulada, se licuaba de nuevo entre mis dedos. 

Me acuerdo de mis dolores de garganta de entonces: las amígdalas inflamadas, la coagulación en mí era rápida. Y fácilmente se licuaba: se me ha pasado el dolor de garganta, te decía yo. Como glaciares en verano, y licuados los ríos fluyen. Cada palabra nuestra -en el tiempo que denominábamos vacío-, cada palabra era tan leve y estaba tan vacía como una mariposa: la palabra volteaba desde dentro contra la boca, las palabras se decían, pero no las escuchábamos porque los graciares licuados producían mucho estrépido al fluir. En medio del fragor líquido, nuestras bocas moviéndose pero no las oíamos; mirábamos uno hacia la boca del otro, viéndola hablar, y poco importaba que no escuchásemos, oh, en nombre de Dios, poco importaba. 

Y en nombre nuestro, bastaba ver que la boca hablaba, y reíamos porque apenas prestábamos atención. Y no obstante, llamábamos a ese no escuchar desinterés y falta de amor. 

Pero en verdad ¡cómo decíamos! Expresábamos la nada. Y sin embargo, todo centelleaba como cuando lágrimas gruesas no se desprenden de los ojos; por eso, todo centelleaba. 

En esos intervalos pensábamos que estábamos descansando el uno de ser el otro. En verdad era el gran placer de no ser el otro: pues así cada uno de nosotros tenía dos. Todo terminaría cuando acabase lo que denominábamos intervalo de amor; y porque iba a terminar, pesaba tembloroso con el propio peso de su fin ya en sí. Me acuerdo de todo eso como a través de un temblor de agua. 

Ah, ¿será que nosotros originariamente no eramos humanos? ¿Y que, por necesidad práctica, nos volvimos humanos? Eso me horroriza, como a ti. Pues la cucaracha me miraba con su caparazón de escarabajo, con su cuerpo reventado hecho de tubos y antenas y blando cemento; y aquello era innegablemente una verdad anterior a nuestras palabras, aquello era innegablemente la vida que hasta entonces yo no había querido. 

-Entonces... entonces, por la puerda de la condenación comí la vida y fui comida por ella. Comprendía yo que mi reino es de este mundo. Y eso lo entendía por la parte del infierno que hay en mí. Pues en mí misma me he visto cómo es el infierno. 


***


Pues en mí misma he visto cómo es el infierno.

El infierno es la boca que muerde y come la carne viva sanguinolenta, y quien es comido grita con el regocijo de la mirada: el infierno es el dolor como gozo de la materia, y con la risa del gozo las lágrimas brotan de dolor. Y la lágrima que viene de la risa de dolor es lo contrario de la redención. Yo veía inexorabilidad de la cucaracha con su máscara de ritual. Veía que el infierno era eso: la aceptación cruel del dolor, la solemne falta de piedad por el propio destino, amar más el ritual de vida que a uno mismo; ese era el infierno, donde quien comía el rostro vivo del otro se revolcaba en la alegría del dolor. 

Por vez primera sentía yo con voracidad infernal el deseo de los hijos que nunca había tenido: quería que mi orgánica infernalidad llena de placer se hubiese reproducido, no en tres o cuatro hijos, sino veinte mil. Mi supervivencia futura en los hijos es lo que sería mi verdadera actualidad, que es, no solamente yo, sino mi gozosa especie sin interrumpirse nunca. No haber tenido hijos me dejaba espasmódica como ante un vicio negado. 

Aquella cucaracha había tenido hijos y yo no: la cucaracha podía morir aplastada, pero yo estaba condenada a no morir jamás, pues si muriese, aunque fuese una sola vez, yo moriría. Y no quería morir, sino permanecer perpetuamente muriendo como gozo de dolor supremo. Estaba en el infierno traspasada de placer como un zumbido sordo de los nervios del placer. 

Y todo eso -¡oh, horror mío!-, todo eso ocurría en el amplio seno de la indiferencia... Todo eso perdiéndose a sí mismo en un destino en espiral, y este no se pierde a sí mismo. EN ese destino infinito, hecho solamente de cruel actualidad, yo, como una larva -en mi más profunda inhumanidad, pues lo que hasta entonces se me había escapado era mi real inhumanidad-, yo y nosotros como larvas nos devoramos en carne blanda.

¡Y no hay castigo! He ahí el infierno: no hay castigo. Pues en el infierno gozamos del regocijo supremo de lo que sería el castigo,  del castigo hacemos, en este desierto, más un éxtasis de risa con lágrimas, del castigo hacemos en el infierno una esperanza de gozo. ¿Era este entonces el otro lado de la deshumanizacion y de la esperanza?

En el infierno, esa fe demoníaca de la que no soy responsable. Y que es la fe en la vida orgiástica. La orgía del infierno es la apoteosis de lo neutro. La alegría del sabbat es la alegría de perderse en lo atonal. 

Lo que aún me asustaba era que hasta el mismo horror no punible iba a ser generosamente reabsorbido por el abismo del tiempo interminable, por el abismo de las alturas interminables, por el profundo abismo de Dios: absorbido por el seno de una indiferencia. 

Tan distinta de la indiferencia humana. pues aquella era una indiferencia-interesada, una indiferencia que se cumple. Era una indiferencia extremadamente enérgica. Y todo en silencio, en aquel infierno mío. Pues las risas forman parte del volumen del silencio, solo en el ojo centelleaba el placer-indiferente, mas la risa estaba en la sangre misma y no se oye. 

Y todo esto es en este mismo instante, es en el ahora. Mas, al mismo tiempo el instante actual es del todo remoto por causa del tamaño-grandeza de Dios. Por causa del enorme tamaño perpetuo es por lo que, incluso lo que ya existe, es remoto: en el mismo instante en que se quiebra en el armario la cucaracha, también ella es remota respecto al seno de la gran indiferencia-interesada que la reabsorbe impunemente. La grandiosa indiferencia, ¿era esto lo que existía dentro de mí?

La grandeza infernal de la vida: pues mi cuerpo me delimita; la misericordia hace que mi cuerpo no me delimite. En el infierno, el cuerpo no me delimita, ¿y a eso llamo alma? Vivir la vida que no es ya la de mi cuerpo, ¿a esto llamo alma impersonal?

Y mi alma impersonal me quema. La grandiosa indiferencia de un astro es el alma de la cucaracha, el astro es la propia demasía del cuerpo de la cucaracha, el astro es la propia demasía del cuerpo de la cucaracha. La cucaracha  y yo aspiramosa una paz que no puede ser nuestra; es una paz más allá del tamaño y del destino, suyo y mío. Y porque mi almaes tan ilimitada que ya no es yo, y porque está tan allende de mí, siempre estoy lejos de mí misma, me soy inalcanzable como me es inalcanzable un astro. Me contorsiono para conseguir alcanzar el tiempo actual que me rodea, pero sigo lejana en relación con este mismo instante. El futuro,¡ay de mí!, me es más cercano que el instante presente. 

La cucaracha y yo somos infernalmente libres porque nuestra materia viva es mayor que nosotras, somos infernalmente libres porque mi propia vida es tan poco encajable dentro de mi cuerpo, que no consigo utilizarla. Mi vida es más utilizada por la tierra que por mí, soy tanto mayor que aquello que yo llamaba 'yo', que solo poseyendo la vida del mundo me poseería a mí misma. Sería necesaria una horda de cucarachas para formar un punto ligeramente sensible en el mundo; no obstante, una sola cucaracha, solo por su atención-vida, esa única cucaracha es el mundo.

La parte más inalcanzable de mi alma y que no me pertenece es aquella que limita con mi frontera de lo que ya no es yo y a la cual me doy. Toda mi ansia ha sido esta proximidad infranquable y excesivamente próxima. Soy más aquello que no está en mí. 

Y he aquí que la mano que yo aferraba me ha abandonado. No, no. Soy yo quien solté la mano porque ahora tengo que ir sola. 

Si condigo regresar del reino de la vida volveré a tomar tu mano y la besaré agradecida por haberme esperado, por haber esperado a que mi camino pasase, y a que yo volviese delgada, famélica y humilde: con hambre solo de poco, con hambre solo de menos. 

Porque, allí sentada y quieta, había pasado a querer vivir mi propio alejamiento como único modo de vivir mi actualidad. Y eso, en apariencia inocente, eso era nuevamente un placer que se parecía a un gozo horrendo y cósmico. 

Para revivirlo, suelto tu mano.

Porque en ese gozar no había piedad. Pedad es ser hijo de alguien o de algo, pero ser el mundo es la crueldad. Las cucarachas se roen y se matan y se penetran en la procreación y se comen en un eterno verano crepuscular. La actualidad no ve la cucaracha, el tiempo presente la mira desde tan gran distancia que desde las alturas no la distingue, y solamente ve un desierto silencioso; el tiempo presente no sospecha siquiera, en el desierto desnudo, la orgiástica fiesta de gitanos. 

Donde, reducidos a pequeños chacales, nos comemos riendo. Riendo de dolor, y libres. El misterio del destino humano es que somos fatales, mas tenemos libertad de cumplir o no nuestro hado: de nosotros depende realizar nuestro destino fatal. Mientras que los seres no humanos, como la cucaracha, realizan su propio ciclo completo, sin errar jamás porque no eligen. Mas de mí depende el llegar libremente a ser lo que fatalmente soy. Soy dueña de mi fatalidad y, si decidiese no cumplirla, quedaría fuera de mi naturaleza específicamente viva. Mas si realizo mi núcleo neutro y vivo, entonces, dentro de mi propia especie, estaré siendo específicamente humana. 

-Pero es que volverse humano puede transformarse en el ideal, y ahogarse bajo redundancias... Ser humano no debería ser un ideal para el hombre que es fatalmente humano, ser humano debe ser el modo como yo, cosa viva, obedeciendo libremente el camino de lo que está vivo, soy humana. Y no necesito siquiera cuidar de mi alma, ella cuidará fatalmente de mí, y no tengo que hacer un alma para mí misma: solo tengo que elegir vivir. Somos libres, y este es el infierno. Pero hay tantas cucarachas que parece una plegaria. 

Mi reino es de este mundo... y mi reino no era solamente humano. Yo sabía. Pero saber eso extendería mi vida-muerte, y un hijo en mi vientre estaría amenazado por la voracidad de la propia vida-muerte, y sin que una palabra cristiana tuviese un sentido... Pero es que hay tantos hijos en el vientre, que parece una plegaria. 

En aquel momento aún no había entendido que el primer esbozo de lo que sería una plegaria estaba ya naciendo del infierno feliz donde yo había entrado, y de donde no quería ya salir. 

De aquel país de ratas, tarántulas y cucarachas, amor mío, donde el gozo fluye en gruesas gotas de sangre. 

Solo de misericordia de Dios podría sacarme de la terrible alegría indiferente en que me bañaba yo, toda entera. 

Pues yo exultaba. Conocía la violencia de la oscuridad alegre; yo era feliz como un demonio, el infierno es mi máximo.

 

Clarice Lispector - La pasión según G. H. (101-109)

La gravedad de lo neutro o la cucaracha-lispector

 Clarice con su escritura hace vivencia de lo neutro. No tan solo un efecto de legibilidad, es también la lectura/escritura que compone cualquier texto de Lispector: la sobre-escritura necesaria para cualquier lectura, sobre todo de su texto. G. H. es capaz de experimentar las múltiples capaz de lo neutro, tanto en sus intensidades, sus estallidos mudos, su pavor, sus alegrías desesperanzadas, todo en la desorganización de una cucaracha agonizante y expectante. Es neutro el fuego, es neutra la capacidad de un organismo más grande de cortar, diseccionar o de ver morir a uno más pequeño, es neutra también la tan sola posibilidad de morir producto de un desastre o de un accidente. Incluso del aperitivo natural de otro ser. Lo vivo tiene un peso de infierno, pero sus fuegos, sin embargo, permanecen siendo neutros. De movimientos ínfimos, milimétricos. Quizá ese milimétrico, esa intensidad minúscula que es la neutralidad, ese desprecio por el absoluto que clama toda vida, esa incapacidad de trascendencia que expresa en su forma una inmunda cucaracha primigenia, madre de todas las cosas, visora de todo, que nos contempla a nosotros pasar intrascendentes, incluso ante su propio no existir más. La cucaracha-madre, la cucaracha-anciana, la cucaracha-anciana, la cucaracha-dios, la cucaracha-cristo, la cucaracha-pasión, el imperceptible paso de la vida a la muerte en la insipidez del pus, del cuerpo partido en dos, de las partes disgregadas, de una interioridad desprovista de órganos, porque esa neutralidad es el CsO, es la escritura penetrante, en tanto que neutra, en tanto que ínfima, en la organización de la vida, desestabilizando sus ilusiones más viscerales: la de los sentimientos, la de los sentidos, la del pensamiento, de toda concentración, de toda atención, el mundo es la serie de lo ínfimo, impacientemente abrazando su propia desorganización con tan difíciles alegrías. La muerte, ya con ninguna pesantez, ni con deseo ni con repudio, sino con el automatismo del nanoengranaje, del movimiento dentro del movimiento, al interior de toda vida, ni máquina, ni planta, ni fungi. Lo ínfimo, lo inane, lo intrascendente es la vida misma, el mecanismo ni del todo profundo, ni del todo superficial que hace de lo moviente una cosa. Lispector, en su escritura, derrama lágrimas y alegrías, como partes de una cosa, que no es un todo, que es la confusión y el divagamiento de las propias sensaciones. Seguir la serie de estas intensidades, descubren la ineludible neutralidad y la inmundicie de toda intensidad. No es la moderación, es el aullido de todas las sensaciones en una sordera ininteligible, ante la cual solo se puede abrir paso la propia inmiscusión. La cucaracha-G. H., cucaracha-lispector (sí, con minúscula) sin ninguna intensión de mostrar nada, ni de revelar ninguna 'idea', recorren la neutralidad improbable de la vida misma, más allá de toda insensibilidad, más allá de toda muerte, el sumo peso, la gravedad implacable de

Inmunda inteligencia

jueves, 2 de diciembre de 2021

0 lanza en mi costado  

 Tanto las cucarachas, como las ratas y todo tipo de planta que filtra y absorve los restos, y la inmundicie de toda vida. Hay en todos esos seres, una simbiosis entre la suciedad y la inteligencia. Las cucarachas muestran una violenta capacidad de sobrevivir a toda costa y en todo ambiente, asimismo los organismos vegetales y seres fungi que son capaces de degradar cualquier forma de vida a su propio beneficio: la inteligencia en todas estas formas de ser se encuentra en la capacidad de mezclarse y alimentarse de lo que otros desechan, la economía de los restos que caracterizan su forma de vida. No hay ecologismo que pueda plantear sustentabilidad sin suciedad, y es un tabú que está aún abierto, pero vibrante en todo discurso sobre la salud y la vida. Más ecología, implica por necesidad, una coexistencia con las plagas y las pestes, a la vez que más salud y más inmunidad implica poblar de muerte y de plástico la tierra.

Celo de las cucarachas

lunes, 29 de noviembre de 2021

0 lanza en mi costado  

 En medio del silencio, el pisar de las cucarachas es insufriblemente perturbador. Toda caja, todo almacén que separe los alimentos de su depredación se vuelve estrictamente necesario. La cucaracha, un animal esplendoroso y terrible, resistente, crujiente incluso, que se antepone con valentía a nuestros restos. Alimaña, peste, de la que todos guardamos con recelo las cosas, razón de ser de cada envoltorio, de cada limpieza en la superficie, de cada mortificación del espacio. Ante ellas, la vida se juega como ese invadir de muerte de todo nuestro espacio circundante. Matar a una araña ante la que nos podría matar en cosa muy breve de tiempo, es limpio, rápido, aburrido. La muerte de cada cucaracha, retumba en todo el cuerpo, advienen ejércitos, deviene una multiplicidad incontrolable, que a cada sustracción avanza. En vez de un CsO, las cucarachas son un cuerpo sin superficie: aun sin ningún interior, las cucarachas no son más que el sonido de su crujir, el silencio de sus pasos, la perturbadora animación que tienen al desplazarse entre los restos insufribles, las motas de polvo, las excrecencias de todo tipo y los diminutos fragmentos de comida. La cucaracha es el ejército que invade la intimidad del hogar, o bien, la casa de Dios, la experiencia religiosa, porque no hay iglesia que no tenga sus cloacas apestadas de ellas, de este arte inteligente y resistente que es una cucaracha, que avanza pese a su propia muerte, que procede por montones, que roe la madera, la tierra, el concreto, que avanza a paso vertiginoso, sin césar, en el continuo devenir, en la horizontalidad existencial, en un vivir sin caída, sin gravedad alguna, solo con dureza y esparcimiento, cubriendo los techos, los muebles, los pisos, las paredes, las ollas, los alimentos, las plantas, la tierra entera. Hay un celo de las cucarachas, donde está su avance, están los repliegues de nuestros hábitos. Nos encontramos con las cucarachas en la seguridad de que lo único que aterra, molesta y mata son ratas y arañas. No, la cucaracha aún sigue ahí, sin espera alguna, comiéndose el verano, reventándote los pies, hasta avanzar por tu cabeza. Su venida procede así: resuena inciertamente, se le resiente por el cuerpo, se le ve (si es que nos deja) y luego nos llega a la cabeza. Un insecto penetrante, que roe nuestra mente con cada pisada, con cada chirrido, un terror inenarrable, casi por excelencia el animal del gore (aunque en realidad es la mantis). Cada avance que tiene, la continuidad de su avance, anuncia nuestra muerte como un acontecimiento indescriptiblemente violento, pero cercano, en cada pisada resiente el miedo, el pavor de lo natural es su propia imagen: la de un ser que crece inevitablemente, que recorre la tierra, que prolifera y transmuta todo en alimento, que es capaz de roer cada milimetro de nuestra tranquilidad, que reina sobre nuestro reino, que se mantiene en nuestra extinción.