... y como dijera Borges: a por la sombra de haber sido un desdichado

extínguete...

entre gritos de silencio, pero extínguete...

a ti te dedico el alfa y el omega de todas mis golgotas nocturnas...


He de sobrevivir a todo, aunque el hecho de morir en tus labios silentes, en tu mirada que no mira, en tu alma que no ama... me atrae más, quizá más que toda esta soledad. No importa: la arrogancia revertirá...

La indolencia

viernes, 15 de octubre de 2021

 

 Es difícil, a veces, admitir que no se sufre. Lo que se padece, en una situación que pretendía ser emocionalmente impactante, es solo indolencia. Solo padeces tu propia insensibilidad, de una forma dañina, pero leve, lisonjera, advenediza, desarticulante. En la noche en que no queda tambaleo alguno, ni hay gritos de desesperación, solo hay un silencio, el silencio de las palabras que no se pueden decir (y que duelen), de los gestos que no se pueden hacer, de los juegos que ya no son posibles. No hay complicidad alguna en el silencio de la noche, donde todo sonar es un chirrido asemántico, toda palabra es un alivio, pero hay un acecho que no te pertenece. El acecho de lo desposeído, de lo alejado, del confort que te rodeaba y que te volvía cínico. El paso del tiempo, el cobijo, la atención, la palabra de preocupación, la mirada directa, la palabra lenta y baja, la sonrisa a veces, todo desapareciendo, descascarándose como de la superficie de una fría estatua de hierro derruido. ¿Qué se pierde? Es una respuesta que aun no se acaba de hacer, ni siquiera la pregunta resuena lo suficiente, no hay pasado, a veces, en medio de un encierro y una convivencia pragmática, no descarnada, pero sí demasiado práctica, demasiado resolutiva. Entender, que en realidad, no ha habido problema alguno, que no hay palabras para aclarar lo que desde siempre fue claro. Que nunca debimos estar así, pero que, pese a todo, fue la mejor alternativa por un buen tiempo. Y esa mejor alternativa, esconde (¡Una vez más!) una indolencia incalculable, ni dolor, ni ausencia de él, el dolor de la propia insensibilidad, el dolor que surge de la resistencia, de la firmeza incólume de no caer en el abismo de la afectividad. El dolor ocasional, agudo, resonante, pero no contínuo, ni desesperante, de que ahora se está a solas con el propio destino. En las manos de sí, ordenando un gran y desconocido espacio, que tiene y no tiene que ver conmigo. La velocidad con la que ocurrió todo no deja de ser impresionante, pero lo más asombroso fue la naturalidad con que todo fue asumido, casi como una experiencia cotidiana, un hecho pre-escrito, que aguardaba y que, de un modo u otro, era inextricablemente necesario, adormecedoramente verdadero: estar solo.

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