Hay algo en lo que no he podido dejar de pensar: el hecho de que la única
forma que tengamos de vivir completamente, de vivir lo nocturno, lo
completamente visceral es el desgaste. Un desgaste que evidentemente amenaza con
que no haya más vida después. Un desgaste de la vida misma, al exponerse, al
revolverse contra sí misma, un desgaste que es el modo de ser de la vida que la
hace coexistente a la muerte. Esa muerte, no aún la definitiva, si no que la
desintegración del mundo de lo vivo: el desencantamiento de las vísceras. Si a
cada instante, a cada momento, viviéramos, es decir, vibráramos con las notas
del mundo, con las notas de los desgastes de los otros, con cada alegría y
dolor que los otros viven, desgastamos la vida, la volvemos cada vez menos
viva, cada vez más insensible. La sensibilidad tiene un principio: y es que la
superficie debe ser cuidada a concho para su continuidad. La continuidad de la
sensibilidad se sostiene en un anti-desgaste. A la vez que el desgaste sensible
lo que hace es alimentar su propia aniquilación. El exceso de la sensibilidad
que, otrora deviene crueldad, se vuelve ante todo crueldad contra sí mismo,
pero también –y ante todo–, una insensibilidad radical: la imposibilidad de
poder sumergirse en las superficies de la otra. ¡O bien, más aún! ¡La certeza
de que sólo puedes habitar las superficies y que jamás puedes escarbar más
adentro! ¡De que no puedes vivir de continuo con tus vísceras expuestas! ¡De
que el resto guarda sus tripas a como dé lugar!
Sepultarse un tiempo en la insensibilidad radical, permanente, continua, te
vuelve miserablemente vulnerable ante la posibilidad de sentirse —una vez más—
parte de otra víscera, parte de otro cuerpo, parte de otra vida. La crueldad
del cuerpo contra sí mismo, vuelve cada vez tu miseria hasta la ausencia de ti,
en el vacío del cuerpo que no deja de resguardarse, de ocultar las tripas, de
desvanecerse en el tranquilo sueño cada noche. Sentir, en medio del exceso de
la noche, la imposibilidad de sentir, la imposibilidad de volver a sentir, en
medio del miedo y de la desesperación, que tienes de volverte a otro cuerpo. La
soledad infinita a la que te ha destinado tu cuerpo, con ayuda de su defensa.
La defensa del cuerpo es siempre la mísera lucha por lo insensible, por lo que
no puede decirse, por lo que no es posible de transferir. La miseria del cuerpo
que se desvanece mediante la sinceridad de quién no siente absolutamente nada.
De quien no puede volver a sentir. De quién al recordar que alguna vez sintió,
se desvanece de envidia ante su propio pasado. Pero a la vez, que cada vez que
siente en su propio presente, se desvanece y se re-escribe su propio pasado
como insensibilidad pura, como pura ausencia y sin sentido. La dirección única
de un cuerpo que no le cabe posibilidad más que de hundirse entre la marea
terrible de tristezas que adolecen de nombre, de angustias infinitas que no
logran más que la repetición de un nombre, que en realidad es pura repetición
sin nombre, de un significante vacío.
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