... y como dijera Borges: a por la sombra de haber sido un desdichado

extínguete...

entre gritos de silencio, pero extínguete...

a ti te dedico el alfa y el omega de todas mis golgotas nocturnas...


He de sobrevivir a todo, aunque el hecho de morir en tus labios silentes, en tu mirada que no mira, en tu alma que no ama... me atrae más, quizá más que toda esta soledad. No importa: la arrogancia revertirá...

El espíritu en el caparazón

martes, 30 de agosto de 2016

 

Siento a ratos la necesidad de sumergirme en la soledad de una inmensa ciudad, una ciudad inmensa, incomprensible, llena de violencia y con una memoria que ha sido reforzada a permanecer borrada, reprimida, destruida: una ciudad como Hong Kong.
¿Acaso una noche en Hong Kong es lo mismo que una noche en esta pequeña ciudad? Tiendo a pensar que en vez de dirigirnos hacia un holocausto tecnológico nos acercamos cada vez más a la única elevación y salvación de la que somos capaces: la unión con las máquinas, la no permanencia en el estado pro-tético, dar aún el paso más allá e insertar una vez más la mente en la máquina, así como la máquina en la mente. Todo lo (in)traducible del código electrónico, todas sus potencias y la posibilidad de olvidar nuestro pasado, nuestro origen pre-digital. Un estado cybercerebral es también la posibilidad de pensar la melancolía de sumergir la propia memoria en el mar de la información, para volverla cada vez más cerca de la infinitud y de la combinatoria. La memoria, tanto como borradura, como marca es eso: una llave de paso para acercarnos hacia todo aquello que no es capaz de ser encontrado, todo aquello que es incapaz de hacerse habitable. Lo que llamábamos antes humanidad -esa constante de reenvío literario entre miembros de una fraternidad-, es también la posibilidad de jugar en la infinitud, en el (im)posible estar aquí, en lo imposible del habitar, del permanecer, la necesidad de ser reenviado, como un gran contingente de memoria (virtual, siempre la memoria es virtual) de volverse objeto, de reificarse, pero sobre todo de volver a la inestabilidad infinita de ser la mera interpretación (im)posible de un dato. La posibilidad humana de volverse un dato, de perder definitivamente la figura y de volverse un posible conjunto digital re-programable, como única vía de supervivencia. La mineralidad, toda pulsión de muerte y la posibilidad de la memoria de los seres capaces de prótesis, de los seres amantes de lo artificial, no con más que una misma cosa: la melancolía de volverse siempre al infinito de la red, de formular una forma más de no habitar, de permanecer en la migración, en el viaje, en el re-envío, en la necesidad de no volver a ser recibidos en ninguna forma aún más estable y estéril de ser que la de los metales, la de las tecnocélulas y la liquidez refrigerante, sin ninguna barrera infranqueable ya entre lo presupuesto como natural y lo presupuesto como lo artificial.
La intensa mitología que remite las posibilidades del hombre hacia un supuesto origen fuera del marco del pecado, del fuego y de la artificialidad siempre han retenido en forma onto-teo-teleológico-políticamente la necesidad de no volver jamás al origen, de borrar el dato -siempre presuntamente original y originario-, de que hemos tenido la necesidad de salir de otra cosa de la que ahora estamos lejos. La humanidad siempre ha sido esta, este reenvío de posibilidades y de ontomigraciones entre lo muerto y lo muerto, la muerte que le damos al animal, la muerte que nos viene a nosotros, padecer una infección cerebral que se traduzca en su contenido siempre ha sido lo mismo que la corruptibilidad de las tablas de arcilla sirias, así como también lo mismo que mantener una marca de necesidad en la posible alietoriedad en un sistema dado en la red.
Hong Kong habla quizá mucho -virtualmente- de eso: la posibilidad de una melancolía que padece de estar aún, demasiado cerca, demasiado tocada, demasiado virtualmente vuelta hacia el infinito.

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