No es nunca bueno alejarse de toda ingenuidad. Constituye una obsesión vacua el eterno rehuir de aquello que ha sido atacado por otro, hasta vencerse. No hay que exceder la dosis histórica del ser hasta más allá del artificio. Es bueno cuidarse de la arrogancia que implica el lenguaje que se aleja de todo lo no-ingenuo. Está bien, hubo antaño, quiénes levantaron de nuestra mirada las obstrucciones más severas, y comenzaron con ello a llevarnos a una transformación (des)constante en el lenguaje, para llevarnos a la lógica de 'los que vieron'. Pero cuánta es la arrogancia de esto, cuánta la arrogancia de toda la idea de superación en la historia del pensamiento, de la escritura, del lenguaje. Más aún, cuánta es la desfachatez de la corrección constante, para dirigir el lenguaje post-humanista para pasar de lo retorcido a la palabra retorcida que hace justicia a la corporalidad como puro grafema desprovisto de vida. Es necesario hacer justicia y para ello, no es bueno caer en la arrogancia del filtro bibliográfico para entender cualquier cosa, si esta, de uno u otro modo, tiene una relación con la vida, o es una quimera de oficinista burocrático. Es necesaria la reformación de un lenguaje contra-ingenuo, contra-moderno, contra-fálico ya no bajo el mismo método de la rareza, sino más bien, de la simpleza. Es tan bueno para eso el lenguaje, por ejemplo, de Sloterdijk, que retoma las metáforas luego de su retirada. Así mismo el grafema de-vuelto a nosotros por Derrida, la anatomía misma de lo escrito ya no como una tecnificación lingüística, sino como una dote, una gratuidad de lo que circunscribe la palabra. Así, mientras unos hablan de todo lo que termina en el 'ismo', otros se insertan en el grafema y en el sonar de la metáfora retirada (más bien retirándose), haciendo del lenguaje filosófico, una forma consciente de la corporalidad misma del pensar, del carácter visceral, iracundo a la vez que solidario del pensar. Los encargados de un pensar expresado en términos que 'una comunidad lingüística' entiende, por otra parte, se envanecen de que al encontrar la categoría de lo que se piensa, se resuelve el problema. Siempre la solución analítica termina con el decir del 'ismo', por otra parte, hay una forma del pensar humilde y contraído en su auto-penitenciaria forma de la nunca-llegada de que para explicar lo simple, siempre hay que recurrir a una palabra, que a fin de cuentas, jamás deba ser recluida dentro del ámbito del saber, de lo cognitivo, de lo mental-no-corporal. La cuestión es como dejamos al cuerpo en el pensar, cómo lo hemos dejado, ya desde la no-recurrencia a la imagen, como también la de la asexualidad del escribir. El vacío de sensualidad del escribir es una huella de la represión sexual, es una de las formas que el plomo no decir nada (nada visceral, esto quiere decir, la mayoría de las veces, algo así como "lo real") se revuelve contra sí mismo, en el pensar que no escribe, y el escribir que no piensa, es la eterna disyunción que hace de la mente algo distinto del cuerpo y que se itera y concluye incluso en la propuesta teórica de que la mente misma esté incluida ya en el cuerpo. Es la misma esquizofrenia, vale decir, la del cuerpo sin órganos, la iterada en la ontología del ismo. No hay ismo resuelto, no hay ismo por resolver, no hay ismo que pueda comprender después de veinte años más. A su vez, la palabra provista de la corporalidad enrevesada, pero convertida en mera costumbre, nunca un respeto, nunca una conmiseración de la condición del escritor doblado, re-traído, bajo la forma de la narración conservada del que escribe de sí, en el sentido del a partir de -que nunca de la mera materia de su hablar- ya que no es un mero hecho el que el cuerpo aparezca en la escritura, es ya una cuestión retorcida, que no es pura consciencia, ni menos consciencia pura, ni aún así, en ninguna forma consciencia, sino que es ya un espaciar, en el sentido de la ocupación, pero sobre todo en el de habitación. Habitación, ya no en el modo del que constituye una diferencia entre el cuerpo y la consciencia, sino que el habitar como esa acogida que da el espacio para el descanso, para el echar afuera -en definitiva- el cansancio de nuestros propios tormentos, de nuestros propios retorcimientos. La escritura, siempre debe tener una función terapéutica, porque toda escritura vive de un callar, de una represión, del in-abordaje de lo que sentimos (en el tacto, sobre todo) y no pudimos alcanzar con el mero pensar y recordar. La escritura tiene la naturaleza liberadora de esa miseria que se experimenta en el tacto del cuerpo, que no puede ser trabajado dentro del cuerpo, sino que lucha por salir afuera. Por eso, la negación de la palabra visceral, de la cuestión dividida, fragmentada, sumamente compleja y enrevesada de la cotidianidad, puede volverse escritura, palabra rasgada, punzada, surco, en el medio virtual, en el cuaderno de confesiones, en el tormento de la imagen, de la visión, de la audición, que, por lo general, surgen de un des-encuentro, de una contraposición, de una diferencia que vivida, no puede expresarse con el todo de la violencia o el de la comunicación conciliatoria. La escritura ayuda al demorar de la vida, esa demora que a todo contrapelo, lucha la inmediatez de lo técnico. Se puede vivir con otro ritmo, es bueno vivir más lento, a veces, es bueno no mantenerse en el constante estreñimiento de la pueril rapidez. La noche muestra un poco eso, un ser que se divide, que pasa lentamente, que se resiste a la rapidez de la ejecución, de permanecer en el ámbito de las cosas, del disponer, del tener, del articular. Hay en la escritura del cuerpo, una forma desarticulante que hay que temer mucho por perder. Sí, temer. Sí, afectar-se, sin censura, por la escritura que desarticula, que va en contra del entendimiento, que se acerca más a las visceras que a la cabeza. Que va más al tacto que a la visión. La visión del viviente nocturno es muy débil: ve a trazos, hay mucha oscuridad, el tacto, la sensualidad, el sonido, el olor empiezan a nublar la razón, para dormirla y mantener en el insomnio al cuerpo. La mente puede desconectarse, al menos, en su función arrogante, en su función no-escrita de querer entender y calcularlo todo. Hay una forma del escribir que tiene que ver más con lo que se puede des-entender. Es bueno, en la noche, quedarse perplejo, mantenerse espectante ante nada que pueda ocurrir, y por fin, hacerse cargo del deshacerse de todo lo que creemos. Nuestras creencias diurnas, suelen desaparecer, o al menos, transformarse en miedo y en espectación, paranoia, añoranza, amor, agonía, jadeo, titilación, el incesante sonido del respirar, en la noche, la discontinuidad del respirar nocturno. Todo esto, para que de día, volvamos cada vez más al agotamiento, a la horrorosa luz de la mañana, a la pavorosa palabra hacer, de todo lo que deshace la noche misma.
... y como dijera Borges: a por la sombra de haber sido un desdichado
extínguete...
entre gritos de silencio, pero extínguete...
a ti te dedico el alfa y el omega de todas mis golgotas nocturnas...
entre gritos de silencio, pero extínguete...
a ti te dedico el alfa y el omega de todas mis golgotas nocturnas...
He de sobrevivir a todo, aunque el hecho de morir en tus labios silentes, en tu mirada que no mira, en tu alma que no ama... me atrae más, quizá más que toda esta soledad. No importa: la arrogancia revertirá...
lunes, 9 de junio de 2014
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